CLARISA Y RAÚL - PARTE I
- Úrsula0208
- 11 may 2020
- 5 Min. de lectura
ESCENA I Las lágrimas recorrían su rostro, no podía retenerlas en su interior, brotaban como mar sin calma. Su mirada perdida entre el tumulto de personas que a su lado pasaban sin inmutarse, cada cual en su propio mundo; nadie le veía, nadie le observaba, todos pasaban sin detenerse. Por momentos, algún personaje ocasional reparaba en su rostro y con la curiosidad innata del ser humano, se preguntaba la razón de su llanto, pero finalmente sus pensamientos volvían a centrarle y seguía su camino sin más preguntas. Mientras tanto ella, presa de su dolor no podía pensar en nada, solo lloraba, desahogaba su corazón con el torrente de llanto que sin parar brotaba de sus ojos. Dolía su pecho como si una presión sobre él, le lastimara; sentía que de tanto dolor se rompería y dejaría de latir. Ese hubiera sido el ideal, morir en ese instante, morir literalmente de amor. Pero no, no moriría, su castigo sería por siempre soportar calladamente el dolor que le invadía la vida. No moriría porque sus errores los pagaría con llanto, un eterno llanto que no se detendría por el resto de sus días. Acababa de dejar atrás parte de su historia y con ella, su corazón. Acababa de abandonar al amor que llenó su vida de alegría, de sonrisas, de llanto y de sufrimiento. Acababa de poner punto final al capítulo de amor que había construido con él; un punto final que terminaba abruptamente con la novela de su vida y mataba lentamente su alma. Le dijo adiós entre caricias y abrazos que dolían cual filosas navajas que sin clemencia perforaban su piel y le hacían sangrar profusamente hasta desangrarse. Él también le dijo adiós, con dolor y angustia, pero decidido a emprender ese viaje sin regreso llamado olvido. Su despedida fue un hermoso, suave y doloroso beso que duró una eternidad y un segundo al mismo tiempo; un beso del que no querían desprenderse y que dijo sin decir todo lo que las palabras jamás hubieran podido expresar. Ella le vio partir, dar la espalda sin voltear nuevamente a verla; le vio caminar sin prisa pero huyendo velozmente de su realidad, huyendo de su dolor porque él también sufría como condenado; él también lloraba sin controlarse, sin quererlo. Sentada aún en el mismo banco del parque, donde hasta hacía unos momentos estaban juntos despidiéndose, Clarisa seguía llorando; se preguntaba por qué tendrían que ser así las cosas, por qué la vida era tan cruel y tan difícil de vivir. Se preguntaba por qué debía abandonar al amor de su vida, dejarle partir y no poder tenerlo para siempre. No entendía, no comprendía cómo los caminos de cada uno en vez de unirse en uno solo, debían bifurcarse sin un nuevo punto de encuentro. Y a su mente llegó en ese momento, ese mágico -y maldito- día en que se reconocieron por primera vez, entre el espeso mundo que les rodeaba. Poco a poco, fue recorriendo su historia de amor, que se desarrolló entre alegrías y sufrimientos; que les hizo tan felices por un instante y les condenó al dolor eterno sin clemencia.
ESCENA II
Era un día más de trabajo, los papeles aquí y allá llenaban su escritorio, le invadían y le hostigaban, estaba a punto de gritar y deshacerse de todo para huir de su realidad. La misma rutina de trabajo, la misma rutina de vida, la misma rutina de siempre. El trabajo, el estudio, la casa, los niños, su esposo, toda su vida en ese momento le ahogaba y no encontraba salida, pero ya estaba acostumbrada a vivir así y a manejar de cualquier forma sus sentimientos; tenía momentos y días de crisis, pero fácilmente, gracias a su temperamento jovial y medio loco, salía de ellos y volvía a centrarse en el trabajo, el estudio, la casa, los niños, su esposo…en su vida.
Era una mujer joven, que había tomado decisiones –acertadas y erradas- un poco aceleradas, pero que se había acomodado a su estilo de vida. Reconocía que algo le faltaba, que no era del todo feliz con su mundo, pero no podía ni echaría para atrás jamás. Simplemente vivía como se consideraba debía vivir una mujer casada, madre, profesional y trabajadora. Todo era normal, aunque en su interior supiera, que no era lo que anhelaba.
Ese día, mientras sumida en sus pensamientos, pasaba papeles, repasaba notas, revisaba cuentas, una voz a su espalda la sacó abruptamente de su lugar. Era un rostro familiar, alguna vez le había visto entre oficinas y en reuniones, pero no recordaba su nombre; tuvo que pensar rápidamente para reaccionar sin que se notase el olvido. Sin embargo, él percibió el desconcierto en su rostro y le saludó mencionando su nombre, Raúl. Ante la evidencia de su falta de memoria, no tuvo más remedio que reír y asumir la verdad, no recordaba su nombre; él también sonrió y con una expresión despreocupada, ignoró el detalle.
Le buscaba para resolver una inquietud sobre un informe del cual discutieron profesionalmente, sin mayores comentarios, sin pensar en toda la historia que nacía en ese momento. Al terminar, se despidieron amablemente y se comprometieron en hablar nuevamente para revisar los cambios al documento cuando estuviesen listos. Cada cual entonces, volvió a lo suyo sin más que decir.
Sin embargo, Clarisa en su mente mantuvo guardada su sonrisa, sus gestos y su voz; no entendía por qué, pero habían quedado en ella muy presentes esos detalles. No prestó mayor atención y continuó en lo suyo. Sin saberlo, Raúl por su parte experimentaba una sensación parecida y se cuestionaba igualmente el por qué; pero tampoco prestó atención y volvió a sus asuntos, su esposa, sus hijos, su vida propia. Esa que también parecía perfecta pero tampoco a él, hacía completamente feliz y que a pesar de eso, vivía de la mejor forma.
Fueron pasando los días y entre consultas telefónicas, charlas en reuniones y conversaciones formales, poco a poco el tema personal fue surgiendo de forma casual, casi imperceptible. En un momento, Clarisa se dio cuenta que extrañaba sus charlas amigables, sus comentarios jocosos y en fin, todo lo que compartían cuando hablaban. Sin darse cuenta, se volvió una necesidad hablarse, llamarse, conversar sobre cualquier cosa, simplemente escucharse, reír de las ocurrencias de cada uno. Si no era ella, era Raúl quien llamaba, pero siempre encontraban el momento para hablar.
Ambos sin decirlo empezaron a verse en sus sueños, comenzaron a anhelarse de formas distintas; surgía en cada uno una ilusión y una alegría que hizo renacer sus sensaciones, sus sentimientos, que les hizo revivir…salir del letargo en que sus vidas se habían convertido. Cada vez era más urgente la búsqueda de cada uno, ya no bastaba hablar por teléfono durante horas y varias veces en el día, era necesario y urgente, verse, sentirse, percibirse. Entonces era oportuno cualquier día para almorzar juntos, para acompañarse al salir del trabajo, en fin, cualquier momento era único y se aprovechaba.
La rutina de sus propias vidas se vio felizmente alterada por el otro; el desasosiego que a cada uno invadía, había desaparecido y se había convertido en una razón para sonreír, en una ilusión que les brindaba una gran felicidad.

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