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CERRÉ LA PUERTA

  • Foto del escritor: Úrsula0208
    Úrsula0208
  • 11 may 2020
  • 12 Min. de lectura

ESCENA I Abrí lenta y silenciosamente la puerta del apartamento, ese donde construí una historia de fantasía que con el tiempo se fue haciendo real, que nunca me hizo realmente feliz y que poco a poco me fue ahogando; ese apartamento que un día abandoné con la idea de dejar en él todas mis frustraciones escondidas, mis anhelos perdidos y a ese hombre que acompañé por varios años, víctima y victimario a la vez. Aún conservaba la llave porque él jamás exigió que la devolviese, creo que nunca pensó hacerlo. Estaba convencida que era su forma indirecta de decirme que podía volver allí cuando yo lo decidiese y en lo profundo de mi corazón esperaba que así fuese siempre. Así que la abrí segura de encontrarle solitario, sumido en sus libros, en sus asuntos, en su mundo. En ese que siempre le acompañó y en el que nunca me permitió entrar, aunque la verdad sea dicha, tampoco yo quise entrar. Pensé encontrarlo en medio de la soledad, sin inmutarse o afectarse en forma alguna. Pensé encontrar la cocina revuelta, los trastos por doquiera, la ropa en desorden, el rastro polvoriento de días enteros en los muebles, en el piso, en todo lugar. Tenía preparado el discurso perfecto para criticar el caos de su vida, el desorden en el que estaba viviendo, con el propósito de hacerle ver la falta que hacía una mujer, específicamente esta mujer en su vida, yo. Aunque no pensara volver a su lado jamás, quería hacerle sentir que había perdido mucho, al menos, eso creía yo. El primer impacto me hizo dudar que fuese el mismo apartamento, traté de relacionar cuadros, muebles o cualquier cosa para ubicarme; entonces me di cuenta de que si era el mismo, aunque no podía creer lo que veía. Todo era orden y limpieza, no había un solo objeto salido de su lugar. Los libros estaban bien organizados en la biblioteca, tal como siempre quise verlos; el computador apagado, organizado como sumo cuidado, ni un papel tirado a su alrededor; algo inusual en su modo de ser. Igualmente estaba la cocina, organizada, pulcra, totalmente impecable. Mi mente seguía diciéndome que eso no era normal. ¿Me equivoqué de apartamento?, eso debía ser, pero no, no era eso. Un frío de mil demonios recorrió mi cuerpo al pensar que él se había ido, que era otra persona la que ahora habitaba ese espacio. Tampoco, todos los muebles, los cuadros, las fotografías coincidían, él aún vivía allí. Resuelta a resolver mis dudas seguí observando y buscando. Todo era familiar para mí, pero al mismo tiempo, en nada de lo que veía podía reconocerle a él, era muy extraño. Entonces observé que había luz en la habitación principal, ahí debía estar él; rápidamente caminé hacia allá, tenía que preguntarle, tenía que entender qué sucedía. Para ese momento, ya había olvidado el discurso aquel que llevaba preparado y además, ya no aplicaba en lo más mínimo. La puerta de la alcoba estaba entreabierta, se oían murmullos, voces, parecía música, muy suave como siempre la escuchaba él…por fin algo se ajustaba a mis recuerdos. Tomé aire y me alisté para sorprenderle, empujé un poco la puerta y a través del espejo busqué su reflejo. Lo encontré y fue entonces cuando una implacable daga de dolor, angustia y rabia atravesó mi pecho sin tregua, sin compasión. No podía creer lo que veía, sentí mareo, no podía sostenerme en pie, tuve que tapar mi boca con la mano para no gritar y ser descubierta por ellos. ¿¿Ellos??...si, ellos…dos cuerpos, dos seres, una mujer desconocida para mi y un hombre perfectamente conocido…él. Ellos, enredados entre unas sábanas visiblemente nuevas, en una cama nueva también porque no era la misma que él y yo compartimos durante años, la había cambiado. Tal vez buscando desterrarme de su memoria; alguna vez me dijo que esa cama le traía recuerdos dulces y amargos y que desde mi partida no podía dormir porque mi olor y mi esencia seguían allí atormentándolo. Ahora a través del espejo le veía compartir esa cama nueva, tendida con sábanas nuevas, con una mujer nueva. ¿Otra mujer? si, una nueva mujer. Estaba con ella, haciendo el amor, amándola como alguna vez me amó a mi, porque se que me amó más de lo que él hubiera querido y más de lo que yo me habría imaginado. Había que ver el brillo de sus ojos y lo profundo de su mirada cuando le observaba a la cara para entender sus sentimientos; entonces escuché su voz mezcla de pasión, amor y deseo diciéndole que la amaba y esa maldita daga hirió nuevamente mi pecho. No podía moverme, quería hacerlo, pero mis piernas no respondían y mi mente, aunque quería huir me obligaba a observar esa escena, tierna y romántica pero cruel a la vez. Seguí observando, masoquista y obsesiva tal vez, pero no pude irme de ahí. Sus manos, que un día rozaron mi piel haciendo estremecer hasta el último de mis poros, ahora la acariciaban a ella, la recorrían palmo a palmo y era ahora su piel la que se estremecía y temblaba. Yo también temblaba observándolos, pero no era pasión, era debilidad, era dolor. Su boca, de labios carnosos y suaves que me gustaba morder, ahora se enredaban en sus labios y recorrían sin pausa sus pechos, su rostro, nuevamente sus pechos, volvían a su boca, no se detenían. Su cuerpo, ese cuerpo moreno de forma atlética, se acoplaba a ella de una forma tan perfecta que nunca hubiera podido imaginar lo hubiéramos logrado él y yo. Se movía sobre ella como pez en el agua, nadaba en sus aguas y recorría sus curvas, perfectas cual hábil marinero. Ella seguía el ritmo sin perder un segundo, dejaba volar sus manos por su cuerpo sin tropezar con las caricias que él le regalaba. Le besaba como si estuviese comiendo del último manjar sobre la tierra, degustándolo hasta la saciedad…pero parecía no saciarse. En eso podía entenderla. El calor del ambiente iba subiendo, sus palabras ya casi no se entendían, ya eran solo gemidos de pasión, mezclados con uno que otro aullido placentero. El sudor de ambos se adhería a las sábanas, lo veía recorrer sus cuerpos, mojar la cama, humedecer y lubricar el roce de sus pieles. Debo confesar que en ese instante una fuerte excitación me sorprendió, no sé si debido a la imagen que estaba observando o al recuerdo de momentos iguales a su lado; pero la sensación era dominante, impulsiva y urgente; por un momento tuve la terrible necesidad de irrumpir en la habitación y cambiar de lugar con ella, sacarla de escena y volverme yo la protagonista. No pude hacerlo, pero tampoco pude irme, continuaba inmóvil en el mismo sitio donde quedé petrificada cual estatua de sal; mi obsesiva mente me exigía continuar como espectador de película censurada por su contenido. De esas que cuando las pillaba en los canales de adultos por la tele, pasaba rápidamente pero volvía a ellas cuando nadie me observaba. Sin darme cuenta, aparté mi mente de ellos y recorrí tristemente nuestra historia; las escenas de mi propia película se agolparon en segundos, una a una fue proyectándose ante mis ojos.

ESCENA II Era un día caluroso y acelerado ese en el que lo conocí, fue culpa del destino o de la casualidad, nunca lo supe; en medio del caos vehicular de esta ciudad me encontré perdida sin ubicar la dirección que buscaba. No pensé en ese momento que preguntar a un desprevenido transeúnte me conduciría a un amor de fantasía, sueño, pesadillas, felicidades y tormentos, todo en uno. En ese instante que escuché su voz y vi sus ojos cafés, se estremeció mi cuerpo casi violentamente, supe entonces que algo sucedería y no me equivoqué. Sucedió a gran velocidad, casi sin pensar, sin tiempo para razonar. El deseo y el amor encendieron ese motor que nos condujo sin freno alguno por este camino. En un momento nos conocíamos, al siguiente vibrábamos con solo entrelazar las manos y en seguida, compartíamos este apartamento, vivíamos juntos, peleábamos, amábamos, construíamos la historia por capítulos; cada uno más intenso que el anterior, algunos difíciles, otros amargos, felices y tiernos, apasionados y torrenciales. El tiempo empezó a hacerse lento y de pronto me encontré desesperada, presa en mi propia cárcel de oro, buscando desaparecer, escapar de la realidad. No sabía porque me invadían esos sentimientos ni porque de repente me encontraba desolada, me veía frente al espejo y no me reconocía. La tristeza se iba adueñando de mis momentos y la desazón se hacía mi fiel compañera. Y ahí estaba él, totalmente ajeno a mí y a mis sentimientos, no podía decírselo, no lo hubiera entendido. Aún así, varias veces intenté hacerlo, pero eran sus libros, su vida, su trabajo, lo más importante, lo único importante para él. Golpeaba a la puerta y no encontraba respuesta; decidí no volver a intentarlo y buscar mi vía de escape sin consultarle. Aparentemente, era la vida perfecta para cualquier mujer, una estabilidad que se podía considerar normal y muy aceptable; envuelta en un medio social bastante activo donde gozaba de una gran popularidad y buenos amigos; un nivel intelectual bastante bueno, aunque era consciente que podía mejorarlo aún más, pero por alguna razón no lo hacía. Y lo más importante, tenía un hombre a mi lado; un “buen hombre” como todo el mundo se refería a él. Un caballero en todo el sentido, con una inteligencia que rayaba en un nivel supremo, lleno de buenos sentimientos y detalles (con todo el mundo, menos conmigo), excelente ser humano, excelente amante, excelente compañero, en fin, la excelencia que casi, casi, lo acercaba a la perfección. Excepto por un detalle, su egoísmo extremo que solo le permitía ver y analizar su mundo desde su propio mundo; un mundo que solo le generaba problemas cuando se veía afectado de alguna manera; para el cual yo era el adorno más bonito y costoso de su colección, su “objeto” más preciado eso es cierto, pero objeto finalmente. Demasiado perfecto y tormentoso para una terrenal, imperfecta e insaciable mujer como yo, que no encontraba su norte; cuyas alas son infinitas y se sentían presas en medio de ese mundo; para quien las necesidades de afecto iban más allá del reglamentario “te amo” semanal en el que se convirtió con el tiempo nuestra relación. Empecé entonces a cambiar por dentro y por fuera, volví a hacer cosas que anhelé hacer siempre y que por no faltar a la “perfección” de mi vida, nunca hice. Tal vez temor, tal vez cobardía, eso no importaba ya, había decidido darle un vuelco total a mi vida y empecé a hacerlo. Poca importancia tenía también, si él estaba de acuerdo o no; había decidido que por encima de su terquedad y de su egoísmo, mi decisión pasaría. Volví a retomar mis estudios de literatura, mi afición por el cine, el mundo del arte que tanto me gustaba y que me absorbía con una fuerza que ya no pude retener más en mis adentros. Encontré un trabajo que llenaba mi mente de nuevas ideas e imágenes que traducía en escritos, en música, en arte, tan fácilmente que yo misma no lo podía creer. Un nuevo aire se apoderó de mí y fue más fuerte que mi amor por él, más fuerte que lo que dijera la gente y la crítica que generaba con mis expresiones tardías de rebeldía. Los problemas no tardaron el llegar, muy dentro de mí siempre supe que sucedería, tal vez si esperé que él comprendiera mis sentimientos, pero no fue así. Me salí de sus parámetros, de su lógica de comportamiento, de su control y eso era algo que su egocentrismo inmenso, aún más que él mismo, no podía soportar. Comenzaron las peleas, cada una más fuerte que la anterior, cada una más dura de vivir y de superar. Cada vez las ofensas mutuas eran más difíciles de soportar, más subidas de tono y más impulsiva, el irrespeto fue total, el dolor era intolerable. Ya no había la más mínima expresión de amor entre los dos, los momentos íntimos morían sin nacer y los besos sucumbían ante las injurias y los insultos. Decidí partir de un momento a otro porque no estaba dispuesta a perder lo que ya había logrado: mi independencia. No solo la económica, pues me iba muy bien en mi trabajo y cada día era un peldaño más hacia arriba en mi mundo; también la espiritual que me daba la libertad de expresión, la libertad de movimiento que tanto anhelaba tener otra vez. Todo eso era más fuerte, era incontenible y vital para mí. ¡¡¡No!!!, no lo iba a perder, no iba a renunciar a ello, nunca lo habría hecho. Pero por el otro lado estaba él que se negaba a dejarme vivir a mi modo, que quería hacer de mi su imagen y semejanza, que en ese momento me despreciaba porque no cumplía con sus reglas, ortodoxas y egoístas. Yo sabía que jamás me aceptaría en ese estupendo estado de mi vida y yo jamás volvería a ser la misma de antes. No había otra opción, partir era lo único que podría resolver la situación. Partir para seguir con mi vida de la forma que yo necesitaba. Partir para que él siguiera adelante con su mundo, con su vida, de la forma a la que él estaba acostumbrado pero que no era la mía, que nunca lo fue y jamás lo sería. Solo podía partir y lo hice. Cerré la puerta dejando atrás esa vida prestada que ataba mis alas y mataba mis ansias de libertad.

ESCENA III

Un grito volvió mi mente al lugar donde me encontraba. Era ella, quien presa de la pasión y en el punto culminante de su excitación, elevaba al cielo su mirada y explotaba sin reparos demostrando el ardor inmenso de su cuerpo. Y al mismo tiempo, se abrazaba a él como niño desesperado que busca refugio en los brazos de su padre.

Él la observaba, gozaba con el espectáculo de esa mujer seducida y sensualmente agitada por su sexo. En un mismo instante, casi imperceptible, él también dejó que de su cuerpo aflorara toda su energía y pasión. Una incontrolable sacudida se apoderó de él, su piel se estremeció y vibro sin control.

La calma se fue apoderando de ambos y el dolor de mí. Sus respiraciones lentamente volvían a la normalidad. Juraría que mis oídos captaban el latir de sus corazones, aunque no estoy segura si eran ellos o era mi corazón que se quería salir de su sitio. Se besaban suavemente agradeciéndose mutuamente, regocijándose en la felicidad.

Hablaban tan suave que no podía entender lo que decían, pero no hacía falta, sus miradas y caricias decían más de lo que las palabras hubieran podido expresar. Estaban felices, plenos y satisfechos de estar juntos.

No podía entender cómo había sucedido aquello. Siempre pensé que me seguiría amando y cuando se diera cuenta que mi decisión era imbatible, bajaría las manos y me aceptaría como soy, como realmente soy. Esperaba que su amor por mi fuera eterno y que lo conservara solo para mí, esperando un día volver aceptándonos mutuamente.

Anhelaba que su escudo infalible cediera y se quebrara ante el amor que sentía por mí y volviera en mi búsqueda. Pero entonces me di cuenta de que ya no estaba para mí; entendí que su corazón antes de quebrar su voluntad había preferido huir de mí. Dejó de esperar que yo volviera y aceptara la realidad de que no podía vivir sin él. Prefirió entregarse a otros brazos, abandonarme como finalmente yo le abandoné.

Los sentimientos se agolpaban en mi, en mi mente giraban todos los recuerdos, pasaban imágenes a mil por hora, repetía escenas una y otra vez, iba a reventar. Sin darme cuenta en qué momento comencé a llorar, no podía contener las lágrimas y ellas rodaban por mis mejillas humedeciendo mi vida, mi corazón.

Supe entonces reconocer en mi ese ser egoísta que guardaba también; no quería dejar de ser la que en ese momento era, pero tampoco quería dejarlo a él, mucho menos compartirlo o regalárselo a otra mujer. Juraba y me enorgullecía, además, el pensar que siempre estaría allí esperándome; estaba segura que no podía reemplazarme y que tarde o temprano tendría que ceder, doblegar su orgullo ante el mío. Pero no fue así, en ese instante lo entendí, supe que lo había perdido definitivamente y que ya no había razón ni posibilidad alguna de volver a su lado. La impotencia y la rabia se apoderaron de mí por un momento.

Volví a observarlos y quise entrar, hacerle frente a la situación y mirarle a los ojos buscando en ellos el fuego de antes al mirarme; pero no lo hice, no pude hacerlo. Mientras tanto ellos, ajenos a mi presencia se habían dormido, abrazados el uno al otro, con la satisfacción en sus rostros y el amor arrullando su respiración. Y yo seguía allí, inerme, inamovible, perdida. Por fin mi cuerpo reaccionó y abandoné la escena de terror que me había golpeado de frente.

Recorrí nuevamente el apartamento buscando algo que me indicara que aún mi presencia estaba a allí, algo que me dijera lo esencial que era yo para él. Ya no había nada, de hecho, hasta ese momento capté que la decoración había cambiado y la distribución de los muebles era diferente a como yo solía organizar todo, la verdad es que no era para nada mi estilo. Ni siquiera mis fotografías seguían en el estante de la sala, era increíble que no lo hubiera notado antes.

Terminé de convencerme que ese ya no era más mi lugar, que ya no había espacio para mi en él. Saqué de mi bolsillo las llaves, las observé un rato reconociendo que ya no tenía sentido conservarlas; yo jamás volvería allí…jamás. Así que las dejé sobre la mesa del comedor, sabía que no necesitaría dejar una nota ni nada parecido, cuando él las encontrase no requeriría explicaciones, sabría como yo ahora, que ese era el final de la historia. Esa era mi forma directa de decirle adiós por siempre.

Pensé en volver a la habitación y observarles por última vez, pero mi cuerpo no me respondió, mi mente se negó a hacerlo. Entonces en silencio le dije adiós a él y a todos los recuerdos que dejé en ese lugar. Abrí la puerta y tuve que respirar profundo para no gritar y poder enfrentar la realidad. Salí de allí sin pensarlo más, cerré la puerta tras de mi.

Cerré la puerta para no volver jamás. Cerré la puerta a mi pasado. Cerré la puerta a su amor, a su recuerdo. Cerré ese ciclo de mi vida.

Cerré la puerta.

FIN

Octubre de 2.004


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